Todas las noches me convierto en gallo. Al inicio de esta metamorfosis sentía pánico y también me sentía un poco avergonzada por ser el animal que era. No es divertido ser un gallo y mucho menos uno así, hubiera preferido mil veces ser una gallina por lo menos y sería feliz de convertirme en lobo y aullar a la famosa luna. Si alguien me hubiera asignado un lobito aullaría no sólo en luna llena sino todas las noches y no me cansaría de hacerlo, de cantarle cosas nuevas, de insultar a ese redondo pan y también de inventar otros lenguajes y maneras de producirle sonidos, no importa que los humanos no entendieran lo que decía.
Mi transformación comenzó un caluroso día de verano. Comíamos mi tío, su esposa y yo, estábamos callados o a veces hablando, aquél día su mujer hizo mole verde. Comíamos con toda la cordialidad del mundo, mi tío me pasaba la sal y yo servía a ellos agua en sus vasos con hielo. El mole verde, por cierto delicioso, tenía trozos de carne de puerco. Entenderán el desconcierto que sufrí al comentar que el mole verde para mí era delicioso y aún más si la carne que le acompañaba era de pollo. Estaba cayendo la noche. Mi tío y su esposa sonrieron sin ocultar su sorpresa e inmediatamente me dijeron que seguramente los olores se mezclaron en el refrigerador pero no por eso dejaba de ser carne de puerco. Ya no dije nada y continué comiendo un poco desconfiada.
Ya entrada la noche me fui a dormir, recosté y caí en un sueño profundo; dos amigas de la infancia, una señora que hacía hechizos, enchiladas verdes y dos árboles pelones. Y así soñaba todo y nada, también cosas que he olvidado. De pronto algo picaba en mi cara y terminó introduciéndose en mi nariz. Un gran estornudo me sacó de todos mis sueños. Froté los ojos y grande fue mi sorpresa al ver que las sábanas habían quedado cubiertas por un grueso colchón de plumas grandes y pequeñas. Me paré de inmediato y fui directa al baño, en el pasillo me encontré con mi tía y cuando quise decirle que algo raro pasaba en mi cama sonidos aviares salieron en lugar de voz. Por fortuna ella sólo se quedó mirando y con sus pasos somnolientos siguió caminando y seguramente pensó que no era buena hora de hacer ese tipo de bromas. Yo me quedé petrificada y corrí al baño a lavarme la cara. Me eché agua y con tristeza vi cómo resbalaba el líquido hasta llegar al piso a través de una cresta muy roja. Sentí alivio al pensar que la esposa de mi tío a oscuras y semidormida no pudo ver las transformaciones que había sufrido mi rostro esa madrugada. Caminé hacia mi cama pensando que el siguiente día, sería efectivamente, otro día y me acosté pero luego sentí bastante incomodidad y resignada me tiré en el piso, graznando en lugar de bostezar.
A la mañana siguiente, en cuanto comenzó el sol a tirar pincelazos hubo algo que me despertó mecánicamente y comencé a cantar, ¡Imagine usted tremendo espectáculo! Canté algunos minutitos y mi cuerpo se crispaba y regocijaba de ver desperezarse al señor sol; extrañamente sentí una felicidad inmensa así es que en ningún momento pensé reprimir mi ronco canto.
A la hora del desayuno bajé, no sin antes pasar por un espejo y cerciorarme que todo estaba en su lugar: mi blanca dentadura, el negro cabello, el salpicón de pecas, en fin nada de cresta y plumas. Comimos y no paré de bostezar y más de una ocasión pensé que quedaría atrapada ante el interrogatorio que hacía amplia referencia a mis inexplicables ojeras. Todo iba bien hasta que mi tío comentó lo molesto que fue el cántico de un gallo muy de mañana, tan fuerte y cercano que de no ser porque en la casa no hay esos animales, juraría que fue aquí mismo, sentenció.
Ese día no hice más que caminar o dormir, siempre en círculos, siempre dentro de la casa pues no sería del todo agradable si un vecino me pescaba con un puñado de plumas como cola. En la tarde comencé a temblar y un nerviosismo aturdidor recorría mi cuerpo, se colaba por las ventanas y se instalaba debajo de la cama, mucho más allá de la alfombra.
Ese día no bajé a cenar argumentando un fuerte dolor estomacal, con esto, aseguraría de paso que no se me molestara por miedo a interferir en mis diarreas crónicas. La noche se me vino encima y con ella una cresta gigante, miles de plumas en mi piel, unas patitas naranjas, como botines y un pico no menos escandaloso que todo mi vestuario. Deseé pensar que ese y todos los días tendría un concurso de disfraz a media noche y así, probablemente hubiera disminuido mi desconcierto y también el bochorno.
No me quedó más que salir para evitar ser descubierta, salir todas las noches y caminar por el aislado lugar y las calles poco transitadas con mi ridículo disfraz. Ser correteada por un par de perros, fingir demencia ante los pocos vehículos que incrédulos subían las luces de sus coches frente a mí y cantar con mi ronco pecho cada que un día soleado estaba por nacer.