sábado, 29 de agosto de 2009

KIKIRI-KI CANTA EL GALLO


Todas las noches me convierto en gallo. Al inicio de esta metamorfosis sentía pánico y también me sentía un poco avergonzada por ser el animal que era. No es divertido ser un gallo y mucho menos uno así, hubiera preferido mil veces ser una gallina por lo menos y sería feliz de convertirme en lobo y aullar a la famosa luna. Si alguien me hubiera asignado un lobito aullaría no sólo en luna llena sino todas las noches y no me cansaría de hacerlo, de cantarle cosas nuevas, de insultar a ese redondo pan y también de inventar otros lenguajes y maneras de producirle sonidos, no importa que los humanos no entendieran lo que decía.
Mi transformación comenzó un caluroso día de verano. Comíamos mi tío, su esposa y yo, estábamos callados o a veces hablando, aquél día su mujer hizo mole verde. Comíamos con toda la cordialidad del mundo, mi tío me pasaba la sal y yo servía a ellos agua en sus vasos con hielo. El mole verde, por cierto delicioso, tenía trozos de carne de puerco. Entenderán el desconcierto que sufrí al comentar que el mole verde para mí era delicioso y aún más si la carne que le acompañaba era de pollo. Estaba cayendo la noche. Mi tío y su esposa sonrieron sin ocultar su sorpresa e inmediatamente me dijeron que seguramente los olores se mezclaron en el refrigerador pero no por eso dejaba de ser carne de puerco. Ya no dije nada y continué comiendo un poco desconfiada.
Ya entrada la noche me fui a dormir, recosté y caí en un sueño profundo; dos amigas de la infancia, una señora que hacía hechizos, enchiladas verdes y dos árboles pelones. Y así soñaba todo y nada, también cosas que he olvidado. De pronto algo picaba en mi cara y terminó introduciéndose en mi nariz. Un gran estornudo me sacó de todos mis sueños. Froté los ojos y grande fue mi sorpresa al ver que las sábanas habían quedado cubiertas por un grueso colchón de plumas grandes y pequeñas. Me paré de inmediato y fui directa al baño, en el pasillo me encontré con mi tía y cuando quise decirle que algo raro pasaba en mi cama sonidos aviares salieron en lugar de voz. Por fortuna ella sólo se quedó mirando y con sus pasos somnolientos siguió caminando y seguramente pensó que no era buena hora de hacer ese tipo de bromas. Yo me quedé petrificada y corrí al baño a lavarme la cara. Me eché agua y con tristeza vi cómo resbalaba el líquido hasta llegar al piso a través de una cresta muy roja. Sentí alivio al pensar que la esposa de mi tío a oscuras y semidormida no pudo ver las transformaciones que había sufrido mi rostro esa madrugada. Caminé hacia mi cama pensando que el siguiente día, sería efectivamente, otro día y me acosté pero luego sentí bastante incomodidad y resignada me tiré en el piso, graznando en lugar de bostezar.
A la mañana siguiente, en cuanto comenzó el sol a tirar pincelazos hubo algo que me despertó mecánicamente y comencé a cantar, ¡Imagine usted tremendo espectáculo! Canté algunos minutitos y mi cuerpo se crispaba y regocijaba de ver desperezarse al señor sol; extrañamente sentí una felicidad inmensa así es que en ningún momento pensé reprimir mi ronco canto.
A la hora del desayuno bajé, no sin antes pasar por un espejo y cerciorarme que todo estaba en su lugar: mi blanca dentadura, el negro cabello, el salpicón de pecas, en fin nada de cresta y plumas. Comimos y no paré de bostezar y más de una ocasión pensé que quedaría atrapada ante el interrogatorio que hacía amplia referencia a mis inexplicables ojeras. Todo iba bien hasta que mi tío comentó lo molesto que fue el cántico de un gallo muy de mañana, tan fuerte y cercano que de no ser porque en la casa no hay esos animales, juraría que fue aquí mismo, sentenció.
Ese día no hice más que caminar o dormir, siempre en círculos, siempre dentro de la casa pues no sería del todo agradable si un vecino me pescaba con un puñado de plumas como cola. En la tarde comencé a temblar y un nerviosismo aturdidor recorría mi cuerpo, se colaba por las ventanas y se instalaba debajo de la cama, mucho más allá de la alfombra.
Ese día no bajé a cenar argumentando un fuerte dolor estomacal, con esto, aseguraría de paso que no se me molestara por miedo a interferir en mis diarreas crónicas. La noche se me vino encima y con ella una cresta gigante, miles de plumas en mi piel, unas patitas naranjas, como botines y un pico no menos escandaloso que todo mi vestuario. Deseé pensar que ese y todos los días tendría un concurso de disfraz a media noche y así, probablemente hubiera disminuido mi desconcierto y también el bochorno.
No me quedó más que salir para evitar ser descubierta, salir todas las noches y caminar por el aislado lugar y las calles poco transitadas con mi ridículo disfraz. Ser correteada por un par de perros, fingir demencia ante los pocos vehículos que incrédulos subían las luces de sus coches frente a mí y cantar con mi ronco pecho cada que un día soleado estaba por nacer.

martes, 25 de agosto de 2009

PATRICIA VÁZQUEZ SE NOS CASA

Patricia V. se encuentra sentada, empapada entre ese mar de agua y el frío que amanta. Son casi las 2 de la madrugada y ella no hace mejor cosa que evadir llegar a su casa. Por la mañana, muy temprano, decidió no ir trabajar y en el semáforo último para llegar a su trabajo viró de manera violenta el volante de su coche modelo 70 y destartalado. El acto heroico más que el reconocimiento se llevó los insultos de los automovilistas que iban junto a ella, atrás o adelante. Ciegos todos, excepto Patricia V. y viviendo de manera errónea en el mundo que creen correcto. Cada conductor debió descender de su coche tipo músculo, de su camioneta familiar, dejar las ciento y tantas velocidades en el camión de pasajeros y aventar la bicicleta hacia la orilla. Todos debieron hacer eso y bajarse para contemplar a Patricia V., ver cómo renunciaba a su trabajo sin estar ahí y aplaudir mientras ella se iba alejando, aunque ella ya no se diera cuenta de lo que sucedía y dicho detalle del pópulo no pudiera darle el ánimo que necesitaría justo ahora, de madrugada que se encontraba frente a un bar cerrado y con el agua recorriendo su cuerpo, ya ni siquiera tenía que llorar pues las gotas caídas del cielo ocupaban el riel de las lágrimas en su cara.
Patri estaba tranquila, dejándose querer por el agua que se desviaba a su bajo vientre y acariciaba hasta sus rodillas desde, ya lo he dicho, su bajo vientre. Había pequeños charquitos de agua en el suelo agrietado y ella sacó un puñado de papeles; proyectos que le auguraban el bienestar hacia los siguientes 10 años y uno a uno los convirtió en barcos que se fueron veloces y luego lentos entre las fisuras llenas de cielo y su agua. Cuando los proyectos se fueron mar adentro Patricia V. comenzó a caminar a veces con la cara abajo y la vista arriba o viceversa, pensó en tomar un tren y cuatro cuadras más adelante y más empapadas se topó con un vagabundo tirado frente a la puerta de una iglesia, entonces ella depositó las llaves de su cochecito en la mano pordiosera que al contacto con el llavero tuvo un impulso de vida.
Aún cuando Patricia V. no sabía exactamente por dónde pasaba el tren decidió ir y tomarlo para llegar al polo norte o sur, a la playa o desierto, no importa que invirtiera 30 horas o la vida entera.