Alguna vez existió un hombre y una mujer y se amaban. No sé exactamente cuando estuvieron viviendo, pero estoy segura que fue cerca de la creación. No importa si ellos traían prenda alguna o caminaban desnudos, si se movían entre la maleza o se alejaban del infierno en elevadores o también si sus labios eran quemados o salía sangre fresca a consecuencia de la comida que consumían. Detalles como éstos: la nudez de sus cuerpos, el descubrimiento del fuego o la tecnología en nuestras vidas se ha tomado como un pretexto para que el ser humano incremente su morbosidad, para que imaginemos un pene meneándose como el badajo de una campana o que el deseo de sangre en nuestros dientes nos lleve al éxtasis de nuestras emociones recónditas.
Este hombre y esta mujer se amaban pero era tanta su perfección, su encanto en el amor profesado que comenzaron a confiarse. Ella solía tener grandes caminatas en la boca de un coacervado o en el centro comercial más recurrido. Él, cada día se acercaba más a un redondo orangután.
Comían juntos todas las veces y de vez en cuando el padre de ella les hacía una alegre compañía durante la velada. Los hombres se llevaban muy bien y hacían bromas acerca de las vivencias, comentarios de la comida y certezas sobre la naturaleza. Cuando eso sucedía ella se sentía un poco triste pues aunque ellos no se dieran cuenta la iban dejando un poco fuera cada que intentaban conocerse y pertenecer a un gremio, agrupar al sexo masculino y por herencia de los fuertes.
Ella no tenía una mamá, una conocida barrendera, una maestra que le enseñara como dar masaje en sus cansadas manos de tanto reposo, mucho no hacer. Ella adoraba a su padre y su padre a ella pero cada vez que estaba esa tercia inevitablemente ella salía sobrando porque no tenía un deseo ciego de matar venados llegando exactamente por el ojo o de atrapar peces con las manos y luego asfixiarlos o el deseo de quedarse tirada con las piernas abiertas y felizmente sobar su barriga llena de placer y sosiego.
Por otro lado, él, que la amaba, había llegado a conocerla tanto que sabía la dosis exacta que debía suministrarle cada vez que ella se sentía lejos de él y cerca de una rana, la ráfaga del viento o los rayos cegadores del sol en la tierra. Cuando el papá de ella se retiraba, él amado iba a curarla; la penetraba siempre antes de hacer el amor, durante 4 ó 7 veces. Él terminaba feliz y satisfecho, sin cuentas pendientes. Ella se refugiaba en su pecho ancho con los ojos llenos de lágrimas; hubiera preferido que le hiciera el amor y luego la hiciera suya.
Continuaron así algunos meses, no mucho tiempo. Él sentía que poseía el secreto más grande del mundo pues estaba convencido de que aparte de complacer a su mujer la entendía y se sentía dichoso, con la llave de todas las puertas. Ella, también complaciente y un tanto adolorida, cada vez que él utilizaba esa llave sentía cómo se incrementaba ese abismo y como la visión se iba haciendo más negra.
Ante esta situación, hubo un par de ojos que no pudo soportar ni un momento más lo que veía; llámese dios, creador o rey tuvo una decisión sensata. Una de todas esas noches de hendiduras abiertas por una llave, justo al terminar de abrir la puerta, el par de ojos convirtió al hombre en insecto. Ella se quedó incrédula ante dicha transformación y cuando él fue pequeño, pequeño, ella se agacho tanto, tanto y no encontró por ningún lado en dónde ver sus ojos, sólo localizaba sus sonidos. Desde entonces, al parecer, cuando nos enamoramos nos metemos tanto en los árboles y en las flores secas, en los sueños y creemos que cada animal puede cobrar vida, llevarnos al vuelo pizpireta de una luciérnaga; y el amor tanto nos prende como tanto nos apaga.
Este hombre y esta mujer se amaban pero era tanta su perfección, su encanto en el amor profesado que comenzaron a confiarse. Ella solía tener grandes caminatas en la boca de un coacervado o en el centro comercial más recurrido. Él, cada día se acercaba más a un redondo orangután.
Comían juntos todas las veces y de vez en cuando el padre de ella les hacía una alegre compañía durante la velada. Los hombres se llevaban muy bien y hacían bromas acerca de las vivencias, comentarios de la comida y certezas sobre la naturaleza. Cuando eso sucedía ella se sentía un poco triste pues aunque ellos no se dieran cuenta la iban dejando un poco fuera cada que intentaban conocerse y pertenecer a un gremio, agrupar al sexo masculino y por herencia de los fuertes.
Ella no tenía una mamá, una conocida barrendera, una maestra que le enseñara como dar masaje en sus cansadas manos de tanto reposo, mucho no hacer. Ella adoraba a su padre y su padre a ella pero cada vez que estaba esa tercia inevitablemente ella salía sobrando porque no tenía un deseo ciego de matar venados llegando exactamente por el ojo o de atrapar peces con las manos y luego asfixiarlos o el deseo de quedarse tirada con las piernas abiertas y felizmente sobar su barriga llena de placer y sosiego.
Por otro lado, él, que la amaba, había llegado a conocerla tanto que sabía la dosis exacta que debía suministrarle cada vez que ella se sentía lejos de él y cerca de una rana, la ráfaga del viento o los rayos cegadores del sol en la tierra. Cuando el papá de ella se retiraba, él amado iba a curarla; la penetraba siempre antes de hacer el amor, durante 4 ó 7 veces. Él terminaba feliz y satisfecho, sin cuentas pendientes. Ella se refugiaba en su pecho ancho con los ojos llenos de lágrimas; hubiera preferido que le hiciera el amor y luego la hiciera suya.
Continuaron así algunos meses, no mucho tiempo. Él sentía que poseía el secreto más grande del mundo pues estaba convencido de que aparte de complacer a su mujer la entendía y se sentía dichoso, con la llave de todas las puertas. Ella, también complaciente y un tanto adolorida, cada vez que él utilizaba esa llave sentía cómo se incrementaba ese abismo y como la visión se iba haciendo más negra.
Ante esta situación, hubo un par de ojos que no pudo soportar ni un momento más lo que veía; llámese dios, creador o rey tuvo una decisión sensata. Una de todas esas noches de hendiduras abiertas por una llave, justo al terminar de abrir la puerta, el par de ojos convirtió al hombre en insecto. Ella se quedó incrédula ante dicha transformación y cuando él fue pequeño, pequeño, ella se agacho tanto, tanto y no encontró por ningún lado en dónde ver sus ojos, sólo localizaba sus sonidos. Desde entonces, al parecer, cuando nos enamoramos nos metemos tanto en los árboles y en las flores secas, en los sueños y creemos que cada animal puede cobrar vida, llevarnos al vuelo pizpireta de una luciérnaga; y el amor tanto nos prende como tanto nos apaga.
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